El horizonte en nuestro olvido
Me endiablaba la nariz, me sostenía el cigarro.
Me sofocaban los poros y me atravesaba el iris
el pozo de los anhelos. Era incontrolable el virus
de tanta alfombra pisada por el desgastado tiempo
y la
persistente ceniza de mis párpados, ¡Ay!
Era demoniaco el estilete que esculpía la idea;
era tangente la insinuación planeada con malignos
aires de inocencia.
Le causaban brazos los laberintos de sus cejas
enarcadas hasta el desafío:
le llenaban las llagas
los miles de insectos que se alejaban sedientos
de más dolores rojos, verdes, amarillos pus.
Cuando fue encontrado por el vestigio impío,
la resurrección no esperó hasta verse convertida
en crisálida.
El tiempo esperó a que los ancianos
tuvieran cinco lúcidos años.
La vida se empezó, ella sola,
a acabar cuando moriste en ese instante
de poco menos que un gatillo de metal fundido.
El final vino a verter su mano suave
sobre las últimas hojas que fueron devoradas
por primera vez por ese minúsculo monstruo
de eternidad. El pequeño ser había engendrado
su maligno plan.
El resultado que estaba ya previsto
por ese infundado maestro de la nada.
Lo adelgazaba tanta espera, se hizo un fenómeno de
circo al no poder dominar sus apetitos de gloria.
Se quedaba tan callado y le fueron negados
tantos aplausos que ensordecieron el tribunal que
finalmente lo conminó a ser soberanamente libre de tanta voraz, hermosa culpa.